Acción e imagen en la escena musical contemporánea (Marta Cureses, 2005)
La conferencia de Marta Cureses titulada Acción e imagen en la escena musical contemporánea (13 de diciembre de 2005) formó parte de la Jornada Temática Seminario Hibridaciones de la edición AlNorte 2005.
Marta Cureses es profesora Titular del Departamento de Historia del Arte y Musicología de la Universidad de Oviedo. Ha realizado numerosos trabajos de investigación de la creación contemporánea, música del siglo XX, últimas tendencias, músicas de fusión y análisis semiológico, colaborando también en numerosos proyectos editoriales. Dirige el Área de Cultura de la Universidad de Oviedo.
Conferencia
Acción e imagen en la escena musical contemporánea, Marta Cureses
Los principales acontecimientos que tienen significación en el desarrollo del género operístico a partir de 1950 suceden fundamentalmente durante las dos primeras décadas del siglo; los primeros cambios importantes se producen a partir del movimiento futurista –tanto en Italia como en Rusia- y de las iniciativas expresionistas en centroeuropa.
Los manifiestos y proclamas futuristas –las aportaciones italianas de Marinetti, Pratella y Russolo- contienen parte del ideario básico para comprender dichos cambios, en realidad una verdadera revolución en el género. En cuanto al futurismo ruso no pasan desapercibidas las líneas sugeridas conjuntamente por Malevich, Matiuschin y Kruchevnik en una obra de referencia como Victoria sobre el sol (1913). En un sentido paralelo tienen lugar las primeras aproximaciones expresionistas a un nuevo lenguaje escénico, convertidas en poco tiempo en modelos previos al desarrollo del género en toda Europa: el monodrama Erwartung (1909) de Schoenberg, Lulú y Wozzeck (1922) de Berg, pero también los cambios iniciados en el teatro político de Brecht que Kurt Weill llevó a la escena en Aufstieg und Fall der Stadt Mahagonny (1927) o Die Dreigroschenoper (1928), inspirada en The Beggar’s Opera de John Gay (1728). La escena alemana se nutre asimismo de iniciativas operísticas de temática revolucionaria en su momento: Sancta Susanna, Mathis der Maler y Cardillac (1926) de Paul Hindemith y algunas obras “subversivas” como Jonny Spielt Auf (1927) de Ernst Krenek, prohibida por el Tercer Reich.
En cuanto a la escena francesa, óperas como Parade (1917) o el ballet Relâche (1924) de Erik Satie marcaron una línea de colaboración con artistas plásticos entre los que se encuentran Picabia, Matisse, Picasso o Man Ray. Otra obra imprescindible de Satie que contribuye al cambio es La piège de Medusa, escenificada en 1948 en el Black Mountain College (Carolina del Norte), coincidiendo con la estancia de John Cage y Merce Cunnigham. El BMC fue un lugar de referencia obligada; a partir de las actividades allí desarrolladas desde 1945 se pueden comprender los cambios más significativos que traducen el concepto tradicional de ópera en términos de acción musical, del happening en sentido original y de performance en un sentido específico. Cage, atraído por los planteamientos escénicos de Antonin Artaud, inició una nueva transformación de la música en acción sonora pero asimismo, y sobre todo, en acto visual y temporal. Se inició entonces una línea de expresión inédita que ponía en contacto la creación escénica norteamericana con la española a partir de la presencia de Juan Hidalgo en el BMC, de sus contactos asiduos con lo que se conocería como movimiento Fluxus –manifiesto fundacional de 1952- y de su relación con los músicos Dick Higgins, Alison Knowles, Wolf Vostell, el arquitecto George Maciunas y el director de cine Nam June Paik. Todo ello acabó encontrando eco español en el grupo Zaj –Juan Hidalgo, Walter Marchetti, Ramón Barce, y luego otros nombres como José Luis Castillejo, los hermanos Cortés, Esther Ferrer y Tomás Marco.
La música escénica española durante la segunda mitad del siglo XX tiene por tanto unos antecedentes precisos, rastreables en su práctica totalidad a partir de trayectorias iniciadas por compositores que tenían una presencia efectiva en la escena internacional europea y americana, teniendo en cuenta que la ópera estrictamente contemporánea gozaba de escasa repercusión en las programaciones de Madrid y Barcelona en los años cincuenta y sesenta.
Las posturas estéticas de principios de siglo habían rechazado la concepción de una música entendida como medio descriptivo de estados anímicos e impresiones de la naturaleza, afirmando la necesidad de una estructuración del material sonoro de acuerdo con sus propias leyes. Existió una voluntad de superación del ideal expresivo, necesidad de una nueva disposición, extensión y reorganización de los medios idiomáticos, algunos de ellos parcialmente agotados. Los eternos problemas que planteaba el binomio texto-música encontraron solución en ocasiones apoyándose en una estructura dramática tradicional capaz de controlar el aparente caos sonoro; en otros casos la experimentación llegó hasta las últimas consecuencias, asumiendo el riesgo inevitable de la incomprensión de público y crítica.
Los primeros en arriesgarse iniciaron sus propuestas en el ámbito del teatro-acción musical antes de abordar una gran forma: a las acciones musicales sucedieron progresivamente obras de mayor alcance asumidas por autores tan distintos como Luis de Pablo (Kiu, La madre invita a comer, El viajero indiscreto, La señorita Cristina), Leonardo Balada (Hangman, Hangman!, The Town of Greed, Cristóbal Colón) o Tomás Marco (Selene, Ojos verdes de luna, El viaje circular, Segismundo (Soñar el sueño), El caballero de la triste figura). A ellos se sumaron otros nombres que persistieron en esta línea de innovación frente a la tradición formal en el género encarnada por algunos otros compositores que, ya desde dos generaciones antes –Robert Gerhard (The Duenna) Xavier Montsalvatge (Babel 46, Una voce in off)- nadaban en aguas de tintes muy diferentes.
La situación del género en el ámbito de la composición contemporánea, especialmente en la creación actual española, revela el interés dispar que los compositores han manifestado hacia este género: no todos se han interesado por la ópera y, quienes lo han hecho, han demostrado una actitud distinta, con planteamientos diversos. En este sentido podría decirse que en la ópera contemporánea coexisten al menos dos tendencias principales: se encuentra por un lado una corriente propia de la estética que podríamos asociar más a los movimientos de renovación –no diremos ya vanguardista- de los últimos años cincuenta y sesenta, y otra que se desarrolla al hilo de unas ideas más conservadoras o tradicionales (salvando las distancias evidentes con el concepto de ópera en su acepción genérica). A ellas se añade aún otra más, que surge directamente del contexto tecnológico y que supone una tercera vía como planteamiento –en la línea sugerida desde finales de los ochenta por Philip Glass y Bob Wilson entre otros- que en España ha dado ejemplos como D. Q. en Barcelona de José Luis Turina, que recurre a la puesta en escena diseñada por La Fura dels Baus con grandes dosis de efectos especiales –el doble discurso dramático que permite la fusión de tiempo real y virtual a través del vídeo simultáneo a la acción principal- que han tenido aceptación general entre el público.
Aún así, y coexistiendo todas, hay que hablar de un notable regreso en algunos compositores contemporáneos que en su momento frecuentaron estéticas de signo innovador, a un tipo de música escénica en la que se recupera hasta cierto punto el sentido melódico, que recupera el aspecto más esencial del aria como núcleo vertebrador, que respeta o es más fiel a la forma. En línea parecida se desarrolla además una nueva vía de recuperación del elemento de comunicación a través de algunas propuestas –entre ellas sin duda las de Carles Santos (Asdrúbila, La pantera imperial, Samaruck, El cocinero, la cantante y la pecadora, Mi hija soy yo)- que fusionan el concepto de ópera con el de espectáculo musical como síntesis de elementos escénicos indispensables y expresión de realidades acordes con las demandas del gusto más amplio. La fusión es también una vía para desarrollar expresiones a partir de lenguajes híbridos –flamenco, jazz, electroacústica- que funcionan bien en escena, aunque la amalgama no siempre consiga fraguarse plenamente.