Límites difusos (Eduardo Guerra, 2007)
Los límites difusos, Eduardo Guerra
Warno Sigbjørn
¿Son los límites principio o fin? Siempre me he hecho esta pregunta y con el paso de los años no he conseguido aún hallar la respuesta, ni tan siquiera habiendo pasado por los lugares comunes en los que todos nos reconocemos como semejantes, ni tan siquiera tratando de recorrer desiertos en los que fui capaz de vislumbrar algo más allá del finito horizonte, ni tan siquiera después de leer cientos de libros en los que trataba de encontrar el rumbo y la ruta que la brújula de mi conocimiento apenas terminaba de indicarme. Tiempo he pasado en tratar de discernir en torno a este diletante dilema y, cuando ya me había cansado de tan inerte tarea, de tan imbécil pelea, recibo la llamada de este amigo quien pide mi palabra para que ilustre o al menos guíe al lector, y al visor, en torno a su obra.
Después de hablar con él y de que me enseñara las imágenes de esos árboles, solitarios y asolados por las manos que así lo decidieron tras dejarlos sin compañía de sus congéneres o de haberlos plantado sin otra razón que el ornamento, después de verlas y de escuchar ese profundo mantra que escucha en torno a su casa, del que tantas veces me cuenta en nuestra correspondencia, aquí me encuentro reducido. Me doy cuenta que tanto tiempo tratando de saber y discernir entre termino y comienzo han reducido tanto mi campo de visión que ya no era capaz de ver los árboles en medio de todo el bosque; y es que no es ni uno ni otro que los límites son eso, límites que no fronteras de nada ni por supuesto de nadie, son según sus propias palabras “cada uno decide donde las cosas cambian de estado o cuando siendo los límites atemporales y sin física patente; son por definición de sí mismos difusos, propia esta condición de su mismo concepto”, creo entender esta críptica frase o al menos intuyo su intuición, ya sabemos la extraña insistencia de los artistas por encriptar aún más sus mensajes. Para mí esa cualidad de difuso es más parecido al emborronamiento propio de quien pinta una línea con un lápiz y la extiende con un dedo de la mano, creando una área de incertidumbre en la cual las cosas más inverosímiles son más sencillas de suceder.
Traté de no pensar en las charlas que tuvimos en torno a las imágenes, a los significantes que adquieren los árboles en su cabeza y tratar de verlo todo con mis propios ojos, de ser capaz de abstraerme al concepto, a la pista que nos da el título. Y no sé si lo he conseguido, otra vez me veo fracasando, pero puedo decir al menos que he encontrado un silencio roto por el profundo murmullo de unas turbinas que cortan y sesgan la oscuridad en donde se yerguen solitarios y orgullosos esa docena de árboles elegidos por la mano y la cámara de Eduardo para trasplantarlos de nuevo a otro no-lugar, a un nuevo espacio aún más artificial que aquel donde habitan o donde viven; y transformarlas en fin y principio (y ya sé que me contradigo) de una idea que se planta en nuestra cabeza, y que de alguna manera germina en nuevo brote.
Sé algo, que al menos ahora cuando pasee por un lugar y me cruce con un solitario roble o encina, o quizá así viajo con suerte sequoia, levantaré mi sombrero como saludo y pensando que quizá en ese momento esté cruzando un difuso límite con el que cambie en algo mi mundo.