Habitación 211 (Pablo Iglesias, 2005)
Pablo Iglesias (Oviedo, 1974) propone un viaje al lado oscuro del ser humano para mostrar los aspectos más detestables de la ‘psique’, en un ejercicio de apropiación y divulgación de la propia desconfianza. Para ello, su instalación parte de un pasillo hexagonal, aislado del resto de la sala, donde el espectador podrá caminar y contemplar secuencialmente cinco monitores y una videocreación que, a modo de ‘cuadros en movimiento’, recrea metáforas visuales mediante personajes clónicos. Como él mismo indica, «lo que se pretende con esta instalación es dar a conocer una sub-realidad que está en la mente de cada uno de nosotros. Se trata de que el público se cuestione ideas preconcebidas sobre la enfermedad y el misterio que le rodea». Una escenificación con tres actrices completará el acceso a este ‘hotel’, concebido por y para la interacción directa del público.
Ángel Antonio Rodríguez
HABITACIÓN 211: EXTRANJERO DE UNO MISMO
Alfonso Palacio
El interesante trabajo que Pablo Iglesias viene realizando en los últimos tiempos confirma la idea, cada vez más extendida entre ciertos sectores de la crítica, de que la dinámica que impulsa el arte moderno y posmoderno se trata, en realidad, de una psico-dinámica. Esto resulta evidente tanto para la serie de cuadros que este creador presentó con motivo de la XVI edición de la Muestra de Artes Plásticas del Principado de Asturias, celebrada en 2005, y que le valieron la concesión del Premio Asturias Joven de la misma, como para la vídeo-instalación titulada Habitación 211, ganadora de una de las becas de la edición AlNorte’05. Esta última obra es, propiamente, la que este catálogo documenta.
Tanto uno como otro proyecto tienen un fuerte componente psicoanalítico. Y es precisamente esta sensibilidad la que se puede utilizar a la hora de articular su crítica. En este sentido, no se trata sólo de trabajos a través de los cuales el artista trate de expresar una serie de sentimientos o emociones que, a él, como ser humano, le afectan. Esa dimensión psicoanalítica de la que hablamos, sobre todo para el caso de Habitación 211, iría más lejos: en este caso concreto, parece como si Pablo Iglesias hubiera intentado trasplantar al terreno de las imágenes las propias teorías freudianas, o al menos aquellas relativas a las distintas capas que, según el psiquiatra vienés, conforman la mente humana, y la manera cómo, bajo determinadas condiciones psíquicas, éstas responden o se articulan hasta condicionar el comportamiento individual.
Efectivamente, da la sensación como si a través de su vídeo el creador hubiera querido filmar el comportamiento de ese inconsciente o sótano, por utilizar una expresión del propio Freud, en el que permanecen latentes toda una serie de conflictos que muchas veces acaban por salir a la superficie para alterar y atenazar el comportamiento de los individuos. En este caso, es el propio artista quien a lo largo de su obra nos muestra ese proceso de alienación tan ligado a nuestra sociedad moderna, que hace que uno no acabe siendo nunca dueño de sí mismo. Siempre hay otros que lo maniatan, hasta acabar por cosificarlo. Ahora bien, esos otros no son para el caso de Habitación 211 los demás, contradiciendo la máxima sartriana, sino todo ese complejo mundo interior de miedos, angustias y temores, que muchas veces nos condicionan hasta aplastarnos, haciendo de nuestra existencia algo inauténtico o frustrado.
El vídeo, dividido en cinco actos, como si fuera una especie de tragedia griega, comienza con el propio artista luchando por deshacerse de las ataduras que lo tienen aprisionado en el interior de un saco. Acaba de escaparse de la misteriosa habitación 211. El sudor de su frente, la respiración entrecortada y el sentimiento de pánico que denota su mirada cuando consigue soltarse, nos informan del mundo de pesadilla que le ha tocado experimentar en aquel lugar y del que, ingenuamente, cree haberse librado. Porque, a partir de ese momento, lo que comienza a narrarse no es tanto un proceso de liberación como más bien la expulsión de ese personaje a un territorio que le va a ser tan hostil como aquel del que acaba de fugarse. Y esto le ocurre, precisamente, por la incapacidad última que tiene para deshacerse de él. Todo está recorrido por una sensación de claustrofobia. A reforzar esa impresión, así como la de extrañamiento, en el sentido que daba la ortodoxia surrealista a este concepto, y que se apodera de toda la visión de la obra, contribuye la música, de registro distorsionado, con la que se acompañará todo el relato.
No sorprende por ello que una de las cosas que más nos llame la atención de la contemplación que el artista-protagonista hace acto seguido del conjunto de objetos que se amontonan en el espacio al que ha sido arrojado, sea un maniquí, metáfora del hombre sin atributos y despersonalizado con el que él, por desgracia, se identifica. Una cierta metafísica sobrevuela, por tanto, esa observación Lo demás, incluido el significativo detalle de la camiseta que porta el creador con la palabra “alien”, seguirá siendo pura narración: la misteriosa llegada del sobre con el mapa de un lugar al que debe dirigirse, la aparición a lo largo de ese trayecto de todos esos clones suyos que, con sus máscaras, lo aterrorizan y el encuentro con los mismos en ese lugar de pesadilla al que llega. Serán ellos los que acaben por reducir a ese personaje nuevamente a la dimensión de cosa, introduciéndolo otra vez en la habitación 211. El círculo infernal, así, consigue cerrarse.
Además, toda la historia debe ser entendida en clave de sueño o alucinación, territorio mítico para Freud que había que saber interpretar. Como salidos de un sueño son los dos cuadros completamente negros que adornan uno de los muros del primer interior. También lo es ese papel con palabras caligrafiadas por una mano infantil y escritas en distintos idiomas que marcan al protagonista el itinerario que debe seguir. Su carrera al borde del delirio y la enajenación incrementa esa impresión de pesadilla. El personaje, en estado de continua amenaza, parece encontrarse fuera de su propia mente, con el juicio y la razón trastornados. Su estar-en-el-mundo, amargamente alucinatorio y al borde de la desintegración, expresa ese sentido de la inhumanidad y la demencia que infinidad de veces nos rodean, y que son el resultado de la manifestación incontrolada de toda esa serie de fantasmas interiores que nos acechan.
En este sentido, Pablo Iglesias sería un ejemplo perfecto de lo que Donald Kuspit llama artista personalista, es decir, aquel que, a la hora de exponer su relación crítica con el yo, se ofrece a sí mismo, y en el buen sentido de la palabra, como sufriente. Su yo sería un típico ejemplo de yo psicótico, del yo que, como dijo Freud, ha perdido su sentido de la realidad, tanto de sí mismo como del mundo. Y ello es lo que le lleva a la situación de aislamiento e incomunicación en la que el artista-protagonista se mueve a lo largo de todo su viaje.
Sólo un peligro parece tener esta clase de representaciones. Al tratar de investigar lo inconsciente por medio del arte, puede acabar por situarse a éste en una situación inestable, es decir, limitarlo a una mera labor de ilustración y no de arte. Pablo Iglesias, voluntaria o involuntariamente, filma el inconsciente, es decir, no se dedica simplemente a expresar sus sentimientos, sino que consigue articular este elemento mediante las imágenes. Esta dialéctica se ve en sus cuadros, que logran salvar ese escollo al que nos hemos referido al dar con una formulación expresiva potente, gracias a la cual el artista consigue plasmar sus conflictos, usándolos creativamente. En su Habitación 211 también aparece esa asociación, pero hay que reconocer que resulta una vía de más compleja exploración y un peligro, este de la mera ilustración, en el que si no se tiene cuidado puede caerse fácilmente. No cabe duda que a esa unión entre el componente psicoanalítico y el artístico contribuye en este caso todo el aparato escenográfico y performativo que el creador imprime al montaje y exhibición de sus instalaciones.
En definitiva, se trata de un trabajo muy valioso, éste que nos ofrece Pablo Iglesias, y sobre todo novedoso en el contexto del arte asturiano emergente. Con él, este creador incrementa las expectativas que ya había generado desde que irrumpiera con fuerza en la Muestra de Artes Plásticas 2005. Ahora lo que le queda es un largo camino por delante, en el que, a su ritmo, debe esforzarse por mantener este pulso. Quizás el contacto con nuevos horizontes geográficos sea una posibilidad de seguir mejorando.