Juguetes rotos (Juan José Lahuerta, 2004)

Juan José Lahuerta

La conferencia de Juan José Lahuerta titulada Juguetes rotos (14 de diciembre de 2004) formó parte de la Jornada Temática Arte público y espacios públicos de la edición AlNorte 2004.

Juan José Lahuerta. Profesor de Historia del Arte y Arquitectura en la Escuela de Arquitectura de Barcelona. Es, además, autor de numerosos libros sobre temas de arte y arquitectura contemporáneos, como “1927. La abstracción necesaria”, “Decir Anti es decir Pro. Escenas de la vanguardia en España”, “Le Corbusier. Espagne. Carnets”, “Gaudí. Antología contemporánea” o “El fenómeno del éxtasis”. Ha colaborado con distintos museos e instituciones en el comisariado de exposiciones, entre las que destacan Dalí. Arquitectura (Barcelona, 1996), Arte Moderno y revistas españolas (Madrid, Bilbao, 1996); Universo Gaudí (Barcelona, Madrid, 2002) y París-Barcelona (París y Barcelona, 2002). Ha sido codirector de la revista CRC. Galería de Arquitectura, realizando también ensayos de introducción a las obras de Navarro Baldeweg, Grassi, Miralles y Barragán, entre otros.

Conferencia

En venta, Juan José Lahuerta

España: ese era para los románticos un nombre mítico, un nombre de ópera o de novela. Viajaban a España con todas las precauciones y la emoción que implica viajar a un lugar exótico, lejano y peligroso, polvoriento y atrasado, un Oriente allí mismo, cercano, o cercanísimo, y al mismo tiempo alejado infinitamente por sus propios sueños; es decir, que no viajaban a un lugar geográfico que se encontraba un poco más al sur, sino, como digo, nada más que a un nombre, un nombre poderosamente evocador y salvífico, pero un nombre y nada más, en el que Don Juan -o Don Giovanni-, y Fígaro y Carmen, entre tantos otros, aunque siempre los mismos, hacían de las suyas en la imaginaria Sevilla. Otra cosa era lo que encontraban, como ha recordado muy bien Ángel González en “La noche española”. Ya decía Théophile Gautier, después de asistir decepcionado a unos espectáculos flamencos en Vitoria, nada más cruzar la frontera, que los verdaderos bailes españoles estaban en París, y no en España, como la comida y como la pintura, tan aceitosas la una como la otra. Antonin Proust o Manet sentían las mismas impresiones. Y si el segundo pintó españolas, a Lola de Valencia, por ejemplo, fue porque bailaba en París, y allí, sólo allí, Baudelaire había descubierto en ella lo “tenebroso” de lo español. Pero lo que en París era tenebroso, visto en España no era más que vulgar. Más tarde, en el siglo XX, todo seguía igual. Algunos arquitectos modernos visitaron España buscando su secreto, como Le Corbusier, por ejemplo, y encontraron lo que buscaban sin necesidad de fijarse mucho en lo que veían: flamenco y toros, paisajes austeros, que es una forma de llamar a la pobreza y al atraso, y castillos -castillos en España, castillos en el aire, claro. En 1928, escribiendo las impresiones de su primer viaje a Madrid y Barcelona, decía que “España está al otro lado de los Pirineos”. Una definición impecable, en efecto, para quien mira desde arriba -quiero decir, desde el Norte. Pero los de abajo ya hacía mucho tiempo que la habían asumido como suya. Ser español era ser “español”: el pintoresquismo y la marginalidad eran sus características. Y también la brutalidad y el exceso. Todo lo español era excesivo, y en ese exceso se reconocía: sus paisajes o sus fiestas, crueles unos y otras, o sus artistas excéntricos -El Greco o Goya-, o sus arquitectos caprichosos -Churriguera o Gaudí-, o sus obras devastadoras -El Escorial o nada. España y lo español no han estado nunca en ninguna otra parte sino en esa poderosa mistificación del Norte: algún nombre había que dar al lugar de los propios fantasmas, y uno de los nombres posibles era España. En París se inventaron ese nombre para colocar en él lo más negro y excesivo de la modernidad, y luego el turismo de masas hizo que los españoles mismos se ajustasen a ese designio con una afición y una docilidad dignas de mejor causa. Aunque otras causas ya no había. Europa también estaba, aquí se recordaba constantemente, al otro lado de los Pirineos, y “lo español” parecía, al fin y al cabo, un regalo de dios. Como el famoso “sol de España” que se vendía bajo el lema “Spain is different” -y, ¡ay!, han regresado tantas cosas con la derechización de los últimos años que me temo que aún tendremos que ver el día del regreso de ese slogan. Regalos e inventos que cuentan la historia de la destrucción física, la banalización y la venta de España- o lo que sea. Porque es fácil vender lo que nunca ha sido nada. Al fin y al cabo, parece que, junto con la arquitectura, el mayor éxito cultural español -propiamente así llamado- de los últimos años, sea el cine de Almodóvar, en el que la entera y completa corte de los milagros de esa España tragicómica se ha despertado otra vez para recordarnos que nuestros fantasmas no nos habían abandonado nunca. Algo que no podía culminar de otro modo que como lo hizo: en una ceremonia de entrega de Oscars en Hollywood conducida por dos “españoles” -Banderas y Cruz- que, como buenos “latinos”, suelen interpretar papeles de “mexicanos”. En este mundo de identidades, el Río Grande y los Pirineos tienen mucho en común. Viendo este regreso de nuestros peores tópicos, disfrazado además, o de paso, con los peores tópicos de la modernidad, los que no queremos ser españoles, los que no queremos disfrutar de ninguna “diferencia cultural”, sino que preferimos ser simples transeúntes que exigen su derecho a la indiferencia, tenemos motivos para enrabiarnos.

Pero aquí estoy, con la excusa de este número de Casabella en el que se presentan distintos proyectos de arquitectos españoles, escribiendo sobre arquitectura española, o sobre su mito. Algo que no debería disgustarme del todo, ya que siendo la arquitectura, como insinuaba arriba, el otro éxito cultural español de los últimos tiempos, parece más sólido, más arraigado y menos folclórico que Todo sobre mi madre y compañía. ¿Qué cosa mejor podríamos pedir a la arquitectura española de estos años -y decir de ella- sino que hubiese conseguido, de una vez por todas, dejar de ser “española”, justamente?

¿Lo ha conseguido? España es un lugar de destino de estudiantes y fotógrafos de arquitectura de todo el mundo, pero entre lo que vienen a ver, entre lo más publicado, hay obras no menores, sino de considerable importancia, y a veces más de una, de Isozaki, de Foster o de Siza, de Grimshaw o de Rogers, de Meier, de Grassi o de Hollein, entre otros, y pronto habrá para ver de Nouvel, de Herzog & De Meuron, de Eisenman, etc. etc., por no hablar, o por no hablar más, claro está, de Frank Gehry. Aunque en el otro sentido las cosas no parecen muy distintas, e incluso bastante bien compensadas: Moneo ha sido decano en Harvard, ha recibido el Pritzker en 1996, y ha construido o está construyendo obras importantes desde Houston o Los Angeles hasta Estocolmo o Beirut, y no es, ni mucho menos, el único arquitecto español con obra internacional: Miralles o Navarro Baldeweg, Mateo o Zaera, serían buenos ejemplos entre otros, además de los siempre ubicuos Bofill y Calatrava, preferidos por gobernadores, alcaldes y administradores de medio mundo, o de un caso tan excepcional como fue la concesión de la medalla de oro del RIBA a una ciudad, Barcelona, y no a un autor, en 1999. Parecería, pues, que sí, que en efecto la arquitectura española ha dejado de serlo, y que no podemos ya hablar de ella, después de su internacionalización. Aunque, ¿tendrá que ser eso un elogio?

A esa breve relación de arquitectos que acabo de hacer deberíamos añadirle una consideración, también breve, sobre el tipo de encargos al que responden sus trabajos: si sus obras cruzan de un lado a otro, sin dificultades, las fronteras, es porque en un lado y otro los encargos son también los mismos. Lo que esos arquitectos han construido aquí y allá son aeropuertos, torres de comunicaciones, palacios de congresos, parlamentos y ayuntamientos, estadios y palacios de deportes… y, sobre todo, museos. En la segunda mitad de los años ochenta, al mismo tiempo que se proclamaba el final de la historia y se teorizaba el choque de civilizaciones, las administraciones, en España como en tantos otros lugares, iniciaban unos procesos de reinstitucionalización basados en la teatralidad de su representación y en el atractivo mediático y turístico de sus imágenes. Cuanto más se perdía lo público en lo privado, más se histerizaba la imagen de la institución que lo privado vaciaba. La arquitectura era llamada, como nunca lo había sido en la época contemporánea, a representar los nuevos tiempos, y su destino, después de que Disney y Universal Studios se disputasen los nombres de los arquitectos más célebres, como lo hacían también los gobiernos municipales, regionales y estatales, parecía haber llegado en el éxtasis de su éxito comercial, el mayor de toda la historia -en el momento justo en que se propone su fin: si la arquitectura quiso constituirse alguna vez en escenario de las relaciones humanas -durante los tiempos heroicos de la historia-, ahora lo lograba sirviendo de fondo imprescindible para los perfumes y los automóviles en los anuncios televisivos. O sea, haciéndose estruendosamente visible, al tiempo que desaparecía. Esos procesos tuvieron en España características particulares, no porque fuesen distintos, sino porque coincidieron con el momento de integración de España en las instituciones europeas, desde las económicas a las políticas y a las militares. Es decir, que aquí, la cantidad de los encargos y la devoción de administradores y arquitectos con respecto a las posibilidades representativas de la arquitectura, fueron mayores, tal vez, que en otros lugares. Cantidad y devoción, en efecto: en España se ha construido muchísima arquitectura publicable en los últimos años, y se ha tenido una gran confianza en sus virtudes, se le ha profesado gran respeto. Ahí están, para demostrarlo, las grandes cantidades, también, de artículos, libros, catálogos y guías dedicados a la arquitectura española de los últimos años, en los que el entusiasmo por una situación que permite a sus protagonistas tan gran confort intelectual, es directamente proporcional a la absoluta ausencia de espíritu crítico. Pero esa es una ecuación hace tiempo establecida: cuanto más papel y mejores fotografías, menos crítica. Una mirada de segunda mano es lo único que se exige: la prueba es la pasividad intelectual, la infantilización y la amnesia que se vive en nuestras Escuelas de Arquitectura, en las que definitivamente ya no se piensa en “la” vida, sino en los “estilos” de vida que las revistas ofrecen. Revistas que, definitivamente también, han sustituido los modelos y ejemplos por la equivalencia indiferente y fugaz de un selecto star system sin nombre en el que la celebridad, la “visibilidad”, parece ser el único mérito exigido. La administración construye sus nuevos edificios -aeropuertos, museos o “ciudades” de cultura- con las mejores obras, las que se premian y se publican en las revistas de arquitectura, justamente, y sólo espera de los administrados su agradecimiento. ¿Cómo podrían resistir los arquitectos -quienes, al contrario de sus construcciones, no son de piedra- todas esas tentaciones? El éxito de la arquitectura española de los últimos tiempos radica, sin duda, en eso que sus comentaristas llaman su eclecticismo, es decir, para llamarlo por su nombre, en su conformismo. Hay un slogan que ha sido infinitamente repetido por políticos y arquitectos -y por comentaristas de todo tipo, de la arquitectura a la peluquería, a la cocina, a la moda…- en estos años, un slogan reaccionario donde los haya, absolutamente hueco, el gran passe-partout del conformismo y del populismo: “tradición y vanguardia”. Es decir: somos modernos, pero no se asusten. O: somos los de siempre, pero tranquilos, ya no hacemos el ridículo, no lo haremos nunca más. Así que tampoco me extraña que los comentaristas se refieran a la obra de nuestros arquitectos más jóvenes con el calificativo de “racionalista”: esos edificios opacos y silenciosos que últimamente se han construido en España, esas esfinges vacuas, ¿qué son sino la consecuencia última del narcisismo y del autismo mismo de sus autores, al fin arquitectos en sus pirámides? Arquitectos líricos, como los llamaba con malicia Manuel Vázquez Montalbán haciéndose eco de otras palabras: arquitectos inseguros como arquitectos y como líricos.

Así que, pese a la internacionalización, se continúa hablando de arquitectura española, aunque eso ya no significa más que una operación de marketing, el único cosmopolitismo que esta arquitectura entiende. Pero, a propósito de marketing, permítanme acabar comentando un caso para ejemplificar estos desajustes. Mientras Barcelona, ya lo he dicho, es premiada internacionalmente y de un modo excepcional como ciudad, por su política urbanística y arquitectónica, y sus obras modernas aparecen con luz nocturna en el fondo de todos los anuncios de automóviles del mundo, como también decía, mientras todo eso ocurre y los turistas aumentan sin cesar, con fondos de cohesión europeos se destruyen sus barrios populares y se arrasan sus raíces. Una película magnífica de José Luis Guerín, En construcción, ha sido filmada como una crónica de esa destrucción. Durante más de dos horas los espectadores pueden contemplar como se derriba un sector del barrio antiguo más popular de Barcelona -el Barrio Chino, el Raval- para construir nuevas viviendas: las paredes van cayendo, del solar surgen restos romanos, tumbas y esqueletos, y luego, otra vez, se van levantando allí las nuevas casas, banales, vulgares, a las que llegarán nuevos inquilinos, nuevos de verdad, sin nada. Las gentes del barrio contemplan ese proceso de devastación con una resignación en apariencia terrible y fatal. La arquitectura, española o lo que sea, no tiene nada que decir ahí: sus “ideas” no son más que buenas mercancías, como todo. ¿Cómo podremos resistir a ese desarraigo, a esa expulsión, a esa “tradicionalización” como “modernización” forzada, y viceversa? En apariencia…

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