Sin título (Rebeca Menéndez, 2003)
Habitáculos de aislamiento, de Rebeca Menéndez
Lorena Carbajal
Como diminutos teatros de sombras chinescas, la serie de esculturas-pinturas de Rebeca Menéndez nos cuentan historias. Historias privadas, que se ubican en el complejo límite entre el recogimiento y estar expuesto. Figuras femeninas inmersas en escenarios que oscilan entre lo público y lo privado. Personajes que describen y se describen en espacios alusivos a lo íntimo.
Los habitáculos planteados exploran una contradicción, una oposición entre lo interno y lo externo, entre el esconder y mostrar conjugado al mismo tiempo. Fragmentos de realidades, interiores que se abren al espectador a través de imágenes imprecisas, veladas. Enunciados evanescentes que aluden a la inestabilidad, inconsciencia y fragilidad. Estos fragmentos de intimidad nos invitan a espiarlos, a inmiscuirnos en ellos con la mirada, provocando curiosidad por lo ajeno.
Se nos exponen como espacios que presentan una postura indecisa, que parecen proteger y a la vez incomunicar a sus habitantes o privarlos de aquel espacio exterior ajeno a ellos. Se convierte en un mecanismo de ensoñación, en una forma de dilatar el tiempo, crear densidad en la imagen, provocando una actitud ensimismada en los personajes: autoexploración y autoconocimiento (aunque algunas de las figuras caigan en el aturdimiento de su conciencia).
Los habitáculos de aislamiento son construcciones alusivas a la vivencia y experiencia. Las figuras, pese a que a veces comparten ese espacio cúbico, se encuentran inevitablemente en profunda soledad, donde no hay motivos para la interacción.
Cada una de las siluetas sumergidas en sus íntimos universos nos presenta una incompatibilidad de recónditos mundos paralelos, donde parece no haber posibilidad de proyección hacia el exterior.
Los habitáculos se transforman entonces en espacios de ensimismamiento, quizás en espacios de “autismo” premeditado o autoimpuesto, donde sólo cabe aquel diálogo interior, que a veces se vuelve monólogo asfixiante de acciones repetidas infinitamente.
Estas escenas parecen repetir la monótona reiteración de actos rutinarios e íntimos que se suceden en un espacio donde el tiempo que transcurre se ha convertido en un tiempo enfermizo y dilatado, donde la relación de las figuras con ciertos objetos se ha teñido de una insoportable dependencia. Espacio, acciones y objetos se despliegan en un tiempo que corre en línea circular, encapsulado en el asfixiante recinto de lo cotidiano.
Como metáfora de esa dialéctica contenida en el estar dentro y fuera, las sombras de las escenografías se proyectan hacia afuera en un intento de alcanzar ese espacio ajeno y externo, pero son sólo las sombras las que consiguen dicha proyección (ir mas allá de los límites del cubo). Las siluetas femeninas siguen enclaustradas, envueltas por los límites de su entorno.
Estas figuras anónimas nos requieren para completarlas, para proyectarse hacia el exterior y tal vez de alguna manera comunicar lo incomunicable. Provocando la mirada instigadora y analítica del espectador, obligándole a recorrer la pieza, examinando incisivamente la realidad de su hermetismo velado. Indagar con la mirada. Y es ahí mismo donde se entabla una suerte de contacto o intercomunicación. Nuestra mirada se vuelve entonces testigo, cómplice y a la vez receptáculo de estos monólogos ensimismados, convirtiéndolos en diálogos ausentes de palabras.