Arte versus pintura (Dámaso Santos Amestoy, 2007)
La conferencia de Dámaso Santos Amestoy titulada Arte versus pintura (12 de diciembre de 2007) formó parte de la Jornada Temática Encuentros con la creación contemporánea: Nuevos medios, otros ritmos y una escena de la edición AlNorte 2007.
Dámaso Santos Amestoy (1941-2009) fue poeta y crítico literario y artístico. Desde comienzos de los 60 escribió en publicaciones nacionales como Artes, Sábado Gráfico o el diario Pueblo. De 1987 a 1992 dirigió la revista Cyan. Ha sido responsable de arte contemporáneo en varias instituciones, como las derivadas de los actos del Quinto Centenario y la Exposición Universal de Sevilla. Entre sus numerosas exposiciones como comisario destacan Líricos de fin de siglo XX y News Images from Spain. Fue durante varios años Jefe de Prensa del Museo del Prado y analista en periódicos como ABC.
Conferencia
Comenzaré recordando a Guillaume Apollinaire. Al fin y al cabo, con él empezó casi todo. Aquello que medio siglo antes anunciaba Charles Baudelaire, al plantear desde una “teoría racional e histórica de lo bello” y en oposición a la idea de lo bello único y absoluto, la cuestión de la modernidad. “La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable”. Allí quedaba establecido que la tarea del arte habrá de consistir en “destilar”, decía, “lo eterno de lo transitorio”. Pero en 1913, Apollinaire, con quien la cosa empezaba definitivamente, se atreve a decir: “No se puede llevar consigo a todas partes el cadáver de nuestro propio padre”. No en vano, quien así se expresa será luego inventor del adjetivo “surrealista”, que aparece por primera vez, como es sabido, en el subtítulo de Las tetas de Tiresias (drama surrealista), en junio de 1917, siete años antes del Manifiesto de André Breton y Philippe Soupault. También es de aquel año el sustantivo “surrealismo”, que escribe en el programa de mano de Parade, estrenado en el Théâtre du Châtelet por los Ballets Rusos, con música de Satie, figurines de Picasso y libreto de Cocteau. Es decir, “una alianza”, como señala Apollinaire en aquel texto “entre la pintura y la danza, entre las artes plásticas y las miméticas, que es el heraldo de un arte más amplio aún por venir”. Un mixed interdisciplinar, se hubiera dicho hoy.
El pintor capaz de acometer la empresa baudelairiana –El pintor de la vida moderna– es, entre otras cosas, aquel que admira “la eterna belleza y la sorprendente armonía de la vida en las capitales, armonía tan providencialmente mantenida en el tumulto de la libertad humana”. En el siglo XIX es la pintura la que se va adentrando, podríamos decir, en la ciudad; en la tumultuosa “vida de las capitales”. Urbanización de la pintura que hallará en las vanguardias de las primeras décadas del siglo XX momentos de verdadero paroxismo. Y sin embargo, qué bien, que mansa y reposadamente pintaron París, Londres, Venecia, Tánger, Argel los fauves Matisse, Derain, Marquet, tan próximos a Apollinaire. Él mismo lleva la silueta de la Torre Eiffel -que Delaunay se encargará de dislocar- a la poesía y al caligrama. En un brillante tour de force retórico, se vale (Alcools,1913) de una imagen bucólica para invocar la gran ciudad: Pastora oh torre Eiffel el rebaño de puentes bala esta mañana. De 1913 son también sus “Meditaciones estéticas”, libro que desde su reedición de 1921 se llama “Los pintores cubistas”. Ortega y Gasset, antes de escribir en 1924 La deshumanización del arte (Madrid, 1925), tuvo que haber leído aquello de que “los artistas son hombres que quieren volverse inhumanos. Buscan penosamente las huellas de la inhumanidad, huellas que no se encuentran por ninguna parte en la naturaleza”. Que Ramón Gómez de la Serna le dedique el capítulo “Apollinerismo” de su libro Ismos, de 1931, da idea del prestigio en España del poeta francés de nación romana. “Es el Apollinaire español”, recuerda Ramón que decía de él Delaunay.
“Se puede pintar con lo que se quiera” -escribía aquel hijo de un príncipe italiano y una señorita polaca- “con pipas, con sellos de correos, con postales, con naipes, con candelabros, con trozos de hule, con cuellos postizos, con papel pintado, con periódicos…” Afirmaciones como estas son las que, setenta años más tarde, llevan a los pasmosos cerebros de la revista October a sentar con Rosalind Krauss que en el collage cubista -ese “significante transparente”- está en germen el brote (¿“rizomático”?) de las actuales “instalaciones”, “performances”, y “esculturas del espacio expandido”… Eso y poco más, como la disposición en damero de las composiciones, es todo lo que les interesa de la pintura del siglo XX.
Así que Apollinaire, el profeta del “espíritu nuevo” y urbano, lo es también de los nuevos medios, de los nuevos “soportes” del Arte. ¿Cómo no ver hoy el video, el ordenador, el multimedia a continuación del fonógrafo y del cine al que alude en su póstumo L’Esprit nouveau et les pòetes: “Los poetas”, se lee allí, “quieren maquinar la poesía como se ha maquinado el mundo. Quieren ser los primeros en dotar de un lirismo completamente nuevo a esos nuevos medios de expresión que añaden el movimiento al arte y que son el fonógrafo y el cinema. Y que aún no están más que en el periodo de los incunables. Pero esperad, los prodigios hablarán de ellos mismos y el espíritu nuevo, que colma de vida el universo, se manifestará en las letras, en las artes y en todas las cosas que se conocen”. (Hoy, las teorizaciones acerca de los “nuevos medios” son fácilmente reducidas a conceptos recurrentes como los de “soporte” -tecnológico-, “desmaterialización” y “retroalimentación”, entendida esta en el sentido de que el procedimiento y el resultado se confundan).
Permítanme pues que, en homenaje al profeta del arte nuevo, proponga algunas reflexiones acerca de aquello que, por ser Arte (con mayúscula), ya no es pintura. Comprenderán por qué he admitido en el título el uso anglicista del latinismo versus, que en puridad no significa “contra” sino “hacia”. Arte contra pintura es aquí Arte vs. Pintura, como en la fórmula procesal anglosajona que conocemos todos gracias al cine y a las series americanas de televisión. Alusión a un pleito, a una querella. A una demanda de divorcio (Kramer vs. Kramer). Y he aquí su fundamento y mi proposición: el Arte no ha existido siempre ni, desde luego es cosa del pasado, sino del presente y, como ya empezamos a ver, sobre todo del futuro inmediato. La eternidad del Arte es una invención del Romanticismo. El Arte es un mito o invento moderno. O una leyenda urbana, si ustedes prefieren que lo diga así. Lo que viene de siempre (quiero decir, de buena parte de Europa y, tal vez, del Extremo Oriente) es la pintura.
Pero ahora, y también en su homenaje, digamos todavía que el pasmoso talento profético de Apollinaire no sólo era capaz de mirar cara a cara la nueva faz de los prodigios nuevos, sino también el negativo del cliché para contarlo con mucho humor vanguardista. Como en aquel cuentecillo que, en 1910, incluye en el volumen El Heresiarca y Cía. Ya saben que, además de crítico, era un innovador e inspirado poeta, inventor de caligramas (¿el verso “expandido”, tendremos que decir?), dramaturgo, narrador y hasta el pornógrafo de Las once mil vergas.
El apólogo, sabrosísimo, al que me refiero es el que abre la serie El Anfión, falso Mesías o Historias y aventuras del Barón d’Ormesan. Anfión, debo aclarar por lo que ahora se verá, es hermano gemelo de Zeto e hijo de Zeus y Antíope. Se dice que ambos hermanos conquistaron Tebas y construyeron sus murallas con las famosas siete torres y sus siete puertas. Anfión, que llego a ser rey de Tebas, colocaba primorosamente cada una de las piedras de aquella construcción con sólo tocar su lira según las enseñanzas que le impartiera el propio Hermes; así lo dice Eurípides, que también le atribuye (Las Fenicias) haber añadido varias cuerdas al instrumento y la invención del modo llamado lidio… Les leería el cuento y ustedes quedaría encantados con la prosa narrativa de Apollinaire, si no fuera porque se haría demasiado largo y esta ya no sería mi conferencia. Así que resumo:
En París, monsieur Jourdain -el narrador- encuentra casualmente a Dormesan, antiguo conocido suyo y arruinado barón de pacotilla que, apostado a la puerta de un hotel, espera la llegada de algún cliente, pues sobrevive haciendo de guía turístico, aunque no quiere pasar por tal. Él no es “un simple guía”.
-¡Soy un artista, querido amigo, más aún: he inventado un arte exclusivo que soy el único en practicar!
-¿Un arte nuevo? ¡Caramba!
¿Les va sonando? Dormesan, no ya un pintor, sino un artista de la vida moderna, afecta dominar todas las artes. Asegura que, acuciado por las dificultades, ha quemado todos sus cuadros y roto “cerca de ciento cincuenta mil versos”. Pero no le importa: por fin libre, ha inventado un nuevo arte “fundado”, dice, “en el peripatetismo de Aristóteles”.
-Arte al que bauticé con el nombre de anfionía, en recuerdo del extraño poder que poseía Anfión sobre las piedrecillas y los diversos materiales que componen las ciudades. Por otra parte, aquellos que practiquen la anfionía, serán llamados anfiones. (…) El instrumento y la materia de este arte es la ciudad, a la que se trata de recorrer en parte, de manera que se exciten en el alma del anfión o del diletante, los sentimientos que surgen ante lo bello y lo sublime, como es la música, la poesía, etcétera. Para conservar los trozos compues-tos por el anfión y poder ejecutarlos nuevamente, se anotan en el plano de una ciudad, indicando exacta-mente el trazado del camino a seguir. Esos trozos, esos poemas, esas sinfonías anfiónicas, se llaman antiopías, en memoria de Antíope, madre de Anfión. Y entonces pone el ejemplo de una antiopía que ha compuesto aquella misma mañana.
-La he titulado: Pro Patria” -dice- “y está destinada, como su título indica, a exaltar el entusiasmo y los sentimientos patrióticos.
Punto de partida, Place Saint-Agustin, donde se halla un cuartel y la estatua de Juana de Arco. Regreso por los bulevares hasta la Madeleine. Exaltación de los grandes sentimientos frente a la Cámara de Diputados. Champs-Elysées y el Arco de Triunfo: gran emoción que culmina en las puertas del palacio del Elíseo.
Claro que hay antiopías en las que el anfión Dormesan no duda en dar anfionía de baja calidad, si no gato por liebre. Tal fue el caso de aquella antiopía resumida en la que Jourdain tuvo ocasión de participar, encaramado con otros turistas en la imperial del autobús Madelaine-Bastille. Trayecto en que el anfión invocaba ante la sucursal del Banco de Descuentos o del Crédito Lionés, lo mismo el Senado, que el Luxemburgo, la catedral de Notre Dame, el Louvre y todos los grandes museos de París.
-Es uno de los trozos que más me producen -dijo- y se titula Lutecia. Gracias a ciertas licencias no poéticas pero sí anfiónicas, me permite mostrar todo París en una media hora.
«Algún tiempo después», concluye Apollinaire,«recibí una carta del barón d’Ormesan, fechada en la prisión de Fresnes. “Querido amigo -me escribía este artista-: había compuesto una antiopía titulada El Vellocino de oro y la ejecuté el miércoles por la noche. Salí de Grenelle, donde vivo, en un vaporcillo; cosa que como usted podrá apreciar, era una sabia evocación de la leyenda de los Argonautas. Hacia medianoche, rompí algunos escaparates de joyerías en la rue de la Paix. Se me detuvo con bastante brutalidad, encarcelándome bajo el pretexto de haber robado diversos objetos de oro que constituían el Vellocino, objeto de mi antiopía. El juez de instrucción no entiende nada de anfionía y si usted no interviene seré condenado. Usted sabe que soy un gran artista. Proclámelo y sálveme”. Como nada podía hacer por el barón d’Ormesan y, además, no me gusta tener que ver con la justicia, no me tomé el trabajo de contestarle».
Yo tampoco lo hubiera hecho. Pero confieso que, como vengo prescindiendo desde hace ya algún tiempo de mayores desvelos clasificatorios al respecto, prefiero considerar que al Arte o anfionía le cuadra muy bien la terminología clasicista del pseudo-barón d’Ormesan. Pues basta añadir a cada antiopía concreta el título y, si el autor lo ha declarado, la correspondiente especialidad. V.gr.: La Venus del espejo, antiopía; video. O El jardín de las delicias, antiopía; video-instalación. Las anfionías pueden ser institucionales (ayuntamientos, diputaciones, ministerios, fundaciones, cajas de ahorro, corporaciones, museos, centros de arte…) o teoréticas (derridianas, derrido-lacanianas, deleuzianas, deleuzo-guattarianas, foucaultianas, dantescas -por Arthur Coleman Danto- kuspitianas, post-coloniales, kraussistas, alter-artísticas, realístico-globales, de género o todo junto y todo lo que se les pueda ocurrir, combinar y yuxtaponer como en las “palabras-maleta” de Lewis Carroll y su personaje Humpty Dumpty). Lo demás es pintura, escultura, arquitectura, etc. Es decir, ar-tes, oficios artísticos.
Durante un tiempo tuve abierta una carpeta en el ordenador que, con el rótulo “Otros comportamientos artísticos”, se ramificaba y subdividía en un frondoso y porfiriano árbol de subcarpetas que no dejaba de crecer. Hasta que un buen día se me ocurrió escribir “Anfionismo” en honor de Apollinaire, que mucho antes de Fluxus, de los happenings (institución casi sexagenaria) y de las cajas Brillo, es decir, hace casi un siglo, ya había pensado lo de dichos comportamientos. La ventaja era palmaria. Las subcarpetas se redujeron a dos: una para las anfionías y otra para las antiopías. Ahora me cabe todo en ”Anfionismo”. En ella pongo todo lo que encuentro que no es pintura, ni escultura, etc. Estoy metiendo en ella todo el Arte. En mi carpeta yace, entre tantos otros, algún ejemplo que prueba la exactitud de la perspicacia apollinaireana.
He aquí una antiopía de ahora mismo y de naturaleza urbana o de espacio público, como hoy se dice. Perteneciente al orden anfiónico edilicio, Dormesan la hubiera hallado muy de su gusto y método (y sin tener que asaltar joyerías, merced al beneficio de la subvención). Transcribo parte del texto de su convocatoria:
“La ciudad de M… vivirá entre el 1 y el 7 de octubre de 2007 la segunda edición de Alter-arte, el Festival de Arte Emergente promovido por el Instituto de la Juventud de M… (en colaboración con su ayuntamiento). Durante una semana, calles, plazas y otros espacios del centro de la urbe se convertirán en el lugar en el que las más variadas manifestaciones artísticas, con especial atención a las expresiones de vanguardia, entrarán en contacto con el público y los transeúntes de forma directa (…), sacando el arte de los círculos habituales para ubicarlo en espacios comunes que diariamente visitamos (…). El mestizaje y el carácter multidisciplinar de las manifestaciones artísticas actuales se convierten en la base del festival.(…) Todas las creaciones experimentales encuentran cabida en un festival vivo, diverso y multiforme, y son proyectadas a (sic) tiempo real en grandes pantallas en el centro de la ciudad y en monitores insta-lados en escaparates de las tiendas”.
Pero la joya de mi colección electrónica es la noticia de la consagración artística del cocinero Adrià en la Documenta de Kasel. Apoteosis del Arte o anfionía, he aquí la antiopía de bilocación expandida a la recíproca del Bulli y de la Documenta cuyo relato tomo de la prensa:
“Ferrán Adrià declara a la Deutsche Welle que su restaurante, El Bulli, no gana dinero, pero pudiera pasar a la historia del arte. El chef de L’Hospitalet presenta el restaurante de Roses como pabellón G de la muestra alemana. Esa es la obra de Adrià: concebir el restaurante como un espacio de arte y conseguir que la Documenta 12 viaje a Catalunya. Todos los clientes que desde mañana hasta el 23 de septiembre cenen en el restaurante recibirán un menú con el logo impreso de Documenta porque ellos también serán visitantes de la feria. En contrapartida, a partir de mañana, en Kasel, pabellón B, cada día expondrán el menú que se sirva en el pabellón G, en Roses”.
Como muestras valgan, pues, estos dos botones. Estoy hablando de un presente idéntico a sí mismo desde hace casi un siglo. Desde Apollinaire hasta hoy. Y es que, si hay algo característico en la estética del siglo recién superado, nada como aquello que se llamó la “reducción modernista”; es decir, la pertinacia purifica-dora, común a todas las vanguardias, empeñada en la esencialización del Arte. Una invariable consigna, “Less is more” (“lo menos es más”, como en los platos del Bulli) ha orientado, de una u otra manera, el trabajo de arquitectos, pintores, músicos, dramaturgos, escritores, cineastas, etc. de las más diversas tendencias. La más cuidada elaboración filosófica del siglo (Husserl) aportaba también su “reducción fenomenológica”. “Nada en panorama”, resumía Ramón Gómez de la Serna, ya en 1931, sin sospechar que la aceleración de semejante postulado vanguardista acabaría definiendo el carácter de la industria de la cultura en la era de la Factoría Disney, de lo mix, las performances y hasta del “cine joven” español… La vieja revolución de las vanguardias culmina en el pasmo del Arte reducido a su esencia, exaltado hasta su abstracción esencial; en el arte “abstracto” o en abstracto que pide Toni Negri para la Multitud (algo así como la “obra de arte abstracta” que el Hegel de la Fenomenología del Espíritu veía surgir en la fase religiosa de la autoconciencia o de la conciencia desdichada). Pero la apoteosis vanguardista también ha consistido en alcanzar el grado supremo de su trivialización industrial para acabar poblando el universo de las imágenes fragmentarias de una con-ciencia de mosaico. Thomas Bernhard, en la novela Maestros Antiguos: “Desde hace mucho tiempo, no podemos aguantar ya nuestra época como un todo, dijo; sólo si lo vemos como fragmento nos resulta soportable”. En la trituradora de la velocidad que vence al tiempo y al espacio sucumbe el suceder del mundo, el devenir, en un presente estático que es pura redundancia; fenómeno en el que el ensayista francés Paul Viri-lio ha podido reconocer una “estética de la desaparición”, hija legítima del nihilismo que ha latido en la entraña artística del siglo XX.
Repetición sin diferencia. Fast Culture. La velocidad a la que se disuelve la memoria parece ser inversamente proporcional a la velocidad de fragmentación de la experiencia perceptiva en un mosaico de estímulos en los que el clip y el flash serían las unidades básicas.
En tales circunstancias, ¿quién puede recordar (aunque lo sienta y sepa todavía posible) aquel escalofrío que se llamó la Era Atómica? ¿Qué fue de la memoria del Apocalipsis al que, por fin, la Humanidad tenía acceso por sus propios medios? “En los momentos más tenebrosos de la guerra fría” -escribió en vísperas del nuevo siglo Claudio Magris- “se temía al Apocalipsis nuclear, la pesadilla del after day. En los umbrales del año 2.000 ya no hay patetismo del final, pero sí el sentido profundo de una transformación radical de la civilización y de la misma humanidad y, en consecuencia, el indiscutible sentido de un fin, no ya del mundo, pero sí de un secular modo de vivirlo, de concebirlo y administrarlo”. Su etapa última, la modernidad, culmina en la Ilustración y llega hasta un hace poco que incluye la moda “posmoderna”. Ahora es después. Ahora es la nada del día de después que algunos (Vattimo) han tratado de normalizar: el nihilismo como último territorio de la libertad posible, pero al precio de su trivialización y de la intrascendencia de todo lo real. No era el terror milenarista, sino la resaca del siglo XX, el día de después del fin de un mundo que ya ha sido: el reflujo de la cultura en su tendencia inflacionaria. Fase inferior de un eterno retorno, la inflación en la cultura es el signo de una época que Steiner ha llamado “post-cultural”. “La cultura”, dice Gustavo Bueno “como nuevo opio del pueblo”.
En consecuencia, ciertos prohombres públicos, políticos, publicitarios y publicistas, nos abruman con expresiones como “cultura del consenso, del pacto, de la hamburguesa, del pelotazo” … En un agudo ensayo Sobre la basura (cultural), el profesor Fontán del Junco escribe: «la inflación de la palabra “cultura” es un signo de la inflación en la cultura como tal». Si antes tan sólo se pintaban cuadros o se escribían poemas, «hoy a nosotros eso nos parece poco. Hoy producimos directamente “cultura”: todos, grandes y mayores, a pequeña y a gran escala, a todas horas, en grandes cantidades y de todo tipo: high culture y low culture, contracultura, cultura marginal, o rozando ya el oxímoron, cultura natural».
En El hombre rebelde, Albert Camus, en pleno medio siglo, desentrañaba la tendencia al suicidio y al crimen que suele acompañar al nihilismo y, en consecuencia, denunciaba una era suicida y criminal. “En el comienzo del milenio que viene -añadía Magris en el texto citado-, mucho dependerá de la elección que nuestra civilización haga entre las dos posiciones: combatir el nihilismo o llevarlo a sus últimas consecuencias”. Entre nosotros, el filósofo Eugenio Trías propone (en La razón fronteriza) culminar la tarea de la Ilustración, rescatando la razón sacralizada por la modernidad, “para tomar distancias con las derivas nihilistas de nuestro fin de siglo y de milenio (…) y frente a las disoluciones posmodernas de la razón, tan características de los años ochenta, con su culto al pensiero debole o a la crítica desconstructivista del logos occidental”. En tal proyecto, añade, resulta imprescindible establecer, en un marco no menos desacralizado, el diálogo con el misterio y con lo sagrado; con lo que ha trasmitido el pensamiento religioso. Tal vez, pienso yo, sea la manera de defendernos de todo fundamentalismo.
En lo que atañe al asunto que nos convoca, fundamentalismo equivale a la recurrencia de la pregunta metafísica o esencialista por “el arte de las obras de arte” que sigue siempre -se puede probar abrumadoramente- a la afirmación del fin del arte, como es el caso del profesor Danto, conmocionado todavía por su ya lejano encuentro con las cajas Brillo warholianas y los ready made duchampianos: “Los ready-mades”, dijo Danto, ”fueron apreciados por Duchamp precisamente por ser imposibles de describirse en términos estéticos, y él demostró que sí eran arte pero no bellos, la belleza realmente no podría formar parte de ningún atributo que defina el arte”. Danto, que, como vemos, no supo distinguir a tiempo entre Belleza y Arte (como conceptos históricamente sucesivos, aunque solapados durante el periodo romántico), creyó ver “el final del arte” en el punto en el que, por el contrario, comenzaba su libre circulación fiduciaria, inaugurada por Duchamp y puesta a producir en serie por la factoría Warhol.
“El bien”, decía con acierto Baudelaire, “es siempre el producto de un arte” (y luego veremos que todo arte es un saber). Sin embargo, Duchamp sentenciaba tautológicamente: “Toda obra es inevitablemente obra de arte”, pero se equivocaba o mintió: decía “obra” donde quería decir “objeto” fabricado o trouvé, que en eso consistía su discurso aporético. Si las vanguardias han llegado a arrojar basura en los salones de “la alta cultura” y de las instituciones culturales (el urinario firmado R. Mutt, como ejemplo supremo), hoy asistimos -con el apoyo de las propias instituciones- a la generalización de la cultura-basura, a la vez que todo cobra “valor cultural” (la proliferación viral o metastásica, de que hablaba Baudrillard). Cuanto más inflacionan “cultura” y “civilización” -podemos añadir-, más se asimilan a identidad; más alto alzan -sobre la nada- su inflado perfil identitario. Y eso es lo terrorífico, hoy. El Arte (y verdaderamente, hay que ponerlo con mayúscula) también se ha hecho autónomo y hasta separatista y, en consecuencia -por poner un símil muy del tiempo y del lugar-, irredento. En su creciente irredentismo, parece reclamar para sí los territorios que se le antojan próximos. Y entre ellos, el de la pintura, cuya naturaleza se quisiera abolir en beneficio de la “identidad” natural, schellingeana, del Arte.
La proposición “muerte del arte”, en sus versiones más recientes, ha pasado de ser un cuestión más o menos filosófica (como la “muerte de Dios” a la que trata de emular) a ser una perífrasis. Un rodeo y un pretexto para sentenciar la muerte de la incómoda, la extemporánea pintura: si todavía hay pintura, es que aún no hay Arte. Mas, vivo o muerto -muerte y transfiguración, podríamos decir- hoy reina el Arte; un concepto muy moderno, muy reciente. Algo que no ha existido siempre, como se cree, y cuya genealogía se remonta al Romanticismo. Aunque está muy extendida la creencia en el Arte como una sustancia pre-existente, la ver-dad es que tiene fecha de aparición (y, ojalá, de caducidad): nació, como la idea de cultura, de la filosofía clásica alemana y hoy asistimos al tedioso espectáculo de su fase paroxística y totalitaria. A su apropiación por parte de los políticos o de las instituciones públicas y privadas, a quienes no interesa tanto la producción de pintura, escultura, etc, como lo que es totalmente Arte, ¡nada menos!.
Hay además apologetas que hacen flacos favores a la pintura realmente existente. Jean Clair, el director del Museo Picasso de París, se ha puesto a revisar la historia de las vanguardias en relación, por una parte, con los totalitarismos nacionalistas y colectivistas y, por otra, con el imperialismo capitalista, lo cual está en principio muy bien. “Muchos artistas” -escribía Clair en 1997- “han recusado a lo largo del siglo XX el terror del modernismo, renunciando a reclamarse de ninguno de los movimientos que han jalonado su curso: de vuelta de la falsa koiné de la abstracción y su pretensión de decir lo universal, pero asimismo del idiotismo expresionista”. Y en verdad, somos algunos los que hallamos entre esos recusadores a un buen número de nuestros pintores favoritos del siglo XX y lo que va del actual. Y además, cómo no estar de acuerdo con el aserto de que “para el historicismo progresista, pese a la contradicción lógica de que la vanguardia tiene un lugar en la historia precisamente cuando la niega, el vanguardismo no sólo tiene una historia, sino que es la historia misma del arte moderno”.
Pero coincidir con esas atinadas observaciones del director del Museo Picasso de París no exige sujetar el repertorio de nuestras preferencias al número de las suyas, por sugestivas que ellas sean; a sólo aquello que proceda de un realismo concebido como contrafigura melancólica (cuando no sartriana y engagée) del terror totalitario que el autor de Malinconia ha querido ver en la raíz irracional de los expresionismos o en la matriz intelectualista de la pintura abstracta, una vez reducida -por él- a mera categoría de lingua franca (o lengua universal, Weltsprache) de la pintura.
Los argumentos de Clair, muy discutibles pese a la consecuente mirada no dogmática (y pese a no haber reparado en la distinción entre Arte y pintura) que arrojan sobre la relación de las vanguardias y la pintura del siglo XX, parecen concluir en la justificación de un gusto por lo figurativo o representativo, reducido a la categoría del realismo mediante la hipóstasis de lo ético o ideológico sobre lo estético o artístico. Transustanciación de la que, a la postre, trasciende el Arte.
Su apuesta -pintura metafísica, novecento, neue sachlichkeit, realismo mágico, Hopper, Balthus, Lucian Freud, Sam Szafran…- no debería ser incompatible, más allá de las tendencias realistas del arte alemán e italiano del período de entreguerras y derivados, con el rescate de los buenos pintores que también cuestionaron el “terror” del modernism obligatorio, sin dejar por ello de responder a determinadas solicitaciones de las vanguardias ni de servirse de aquellos aspectos de las mismas en las que se vieron concernidos y en los que averiguaron la ocasión de hacer buena pintura. Porque de eso se trata.
Y es que seguimos oyendo la duda metafísica, la machacona pregunta: ante la obra, ¿cómo saber si es arte? Cuando lo único cierto es que, ante un cuadro, como ante cualquier producto, nos interesamos por su calidad, por si es bueno o malo con todo lo que ello implica; no por su naturaleza o por su diferencia específica. He ahí una pregunta impertinente, cuya respuesta -como han corroborado algunos: Kosuth, Danto…- sólo se puede contestar con una tautología que pide el principio. Y que supone un a priori anterior a las artes y a las obras. El Arte, se diga lo que de él se diga, es hoy una idea metafísica (como la Humanidad, el Mercado, el Socialismo, la Cultura, la Causa Primera…) que responde a una concepción sustancialista del fenómeno artístico. Porque el Arte ha venido a sustituir a aquella inveterada y no menos sustancialista idea de la Belleza, que también trajo a mal traer a los pintores y a la pintura de otras épocas y que las vanguardias, en su enconada persecución de la pureza artística, se encargaron de destronar.
De ello resulta que la historia del arte del siglo XX no coincide punto por punto con el orden narrativo de la aventura vanguardista que la Historia del Arte ya coloniza. En cualquier caso, la consolidación del actual modelo democrático-mercantilista que se extiende sobre las sociedades desarrolladas de Occidente desde la Segunda Guerra Mundial sostiene todavía el prestigio de lo tardo-vanguardista mediante la exclusiva adhesión de los políticos y de las instituciones. Al propio tiempo, se generaliza la popularización industrial de sus derivados y subproductos; signo de saludable democratización para Lipovetsky, por más en que en el imperio de lo efímero, como él dice, “ya no se crea, se recicla”. Paradójicamente -o quizás por ello mismo- podemos señalar la consecuente inflación de términos tan dudosos y místicos como “creación”, “creatividad” o “creativo”, de los que jamás se había abusado tanto como ahora, pues los actuales Cultura y Arte son “creacionistas”. En la era de la Belleza, cuando lo que hoy es arte era entonces mímesis, el artista era imitador. Hoy, en la del Arte, asciende a creador; cualquiera puede y, si me apuran, debe ser “un creador”. Un jactancioso diosecillo en la era de la sacralización de lo profano.
En medio de tanta “creatividad” -secularización sacralizante hasta el oxímoron-, Jean Baudrillard prefirió advertir que, en líneas generales, el arte está “en stasis, en paro estético” y a la vez en inflación, porque “allí donde hay stasis hay metástasis”. A Baudrillard hay que atribuir la acuñación del concepto de simulacro (cogido en préstamo a los viejos “situacionistas” de los sesentas). Tomado acríticamente, ha servido a ciertos teóricos posmodernos que, alarmados ante la probable imposibilidad del Arte, proponen, como la norteamericana Rosalind Krauss, la práctica de su simulación. A esta disponibilidad trivial de “la cultura” corresponde lo que, en relación con la invención antropológico-etnográfica de “las culturas” y el auge actual de los nacionalismos (verdadera lacra del final de un siglo y del comienzo de otro) Alain Fienkielkraut no ha du-dado en llamar “la derrota del pensamiento”.
Jean Clair apenas había rozado el asunto del arte, la teknê y el ars, aunque sin calibrar las posibilidades de su actual problematicidad. Ahora aparece entre nosotros la traducción del libro The Invention of Art que el profesor americano Larry Shiner había publicado en Chicago en 2001 y en clara discrepancia con la definición tautológica del Arte. Ya en 1999, el excelente trabajo de la profesora Neus Galí en torno al “poesía silenciosa, pintura que habla” de Simónides de Ceos, que es el antecedente del ut pictura poiesis horaciano, nos hacía asistir a “la invención del territorio artístico en la Antigüedad”, en la que no es solamente que el Arte aún no existiera como tal y (le faltaran muchos siglos para llegar a serlo, añadiría yo), sino que la pintura aún no había logrado el estatuto social y económico del que gozaba la poesía de los cantos, las odas y los epinicios que la escritura fijaba ya: luego, como la pintura, la poesía (por la cuenta que traía a los pintores)… Así que hoy, en medio de una totalitaria y atosigante apoteosis posmoderna del Arte, uno se siente menos solo ante la desnudez del rey Arte que uno venía registrando, al tiempo que contemplaba el espectáculo de la crisis actual del Sistema de las Bellas Artes y el ascenso de lo que Larry Shiner ha llamado ”el dominio independiente del Arte”. Ese precipitado de la Ilustración romántica que, al hacer del Arte una entidad sustantiva y universal, superpuesta -bien que en su detrimento- a la propia y objetiva obra de arte y a las artes particulares (la pintura, la escultura, incluso los otros comportamenti alternativi…), culmina en nuestro tiempo incierto con la indiscriminada exaltación de “lo artístico” y de lo “creativo”. El Arte es un mito de la modernidad, merced al cual ya no se pintan cuadros, se ensamblan ensamblajes, se expanden esculturas “de campo expandido”, se practica el bricolaje electrónico, que decía Baudrillard… Sino que se hace directamente Arte, en virtud de algo que, parafraseando a Gustavo Bueno en su análisis del mito de la cultura, bien podemos llamar un sucedáneo laico de la Gracia.
Les voy a referir una anécdota. Allá por los primeros días de junio del 2004, la noticia del incendio londinense de la colección Saatchi, me hizo rememorar la profética premonición de Robert Klein, el malogrado discípulo de André Chastel, cuando escribió en 1961 -poco antes de su suicidio- que “la noción de arte se ha aligerado y ha conservado siempre, o incluso conquistado, ámbitos en los que la pérdida de las obras no hace mella y en los que el azar no tiene fuerza…” Aquel ensayo se llamaba El eclipse de la obra de arte. Antes ardían cuadros, tapices o esculturas, pensé. Ahora se quema el Arte. Simplemente. Siempre se han escrito poemas, se han pintado cuadros, etc. Ahora, por obra y gracia del Arte, se hace directamente Cultura.
Pero el incendio aquel también me hizo recordar un divertido artículo de Felipe Benítez Reyes, leído por azar y por entonces en el Diario de Cádiz y en el que, bajo título culto y de reminiscencia humanística (“Elogio práctico del cosmopolitismo”), brotaba exactamente registrado el monólogo castizo de alguien que venía a explayar su experiencia turística -o sea cultural- a la velocidad que exigiría una estética de la desaparición: “ Y yo te digo otra cosa” -decía la voz que tan bien imitaba Benítez Reyes-, “a mí lo que más me gustó de Italia fue el Arte, pero aquello es para ir un mes”. He aquí, sustancializado, el Arte con su mayúscula de nombre propio: el sustantivo abstracto que nos legó el romanticismo ya es patrimonio del ocio cultural a toda velocidad. El arte es el Arte.
Claro que no siempre ha sido así, aunque ahora no lo parezca. Sabido es que la teknê griega y el ars latino no equivalen a nuestro término “arte”, sino más bien a habilidad y técnica, en oposición a natura, pero también a ingenium y a scientia. Heidegger, en el famoso (y contradictorio) ensayo sobre El origen de la obra de arte, aporta una precisión etimológica digna de consideración: “La palabra teknê nunca significa en general una especie de ejecución práctica, sino que nombra, más bien, una especie de saber”. El saber del artífice, diríamos nosotros; todo arte es un saber.
Para Heidegger, sin embargo, es un saber que atañe a la alêtheia, a la verdad o “desocultación del ente”. Si resulta muy atractiva su proposición de que “el arte es poner en operación la verdad del ente”, ya no lo es tanto que, pese al prurito de precisión ontológica del que hace gala en todos sus escritos (“lo cósico de la cosa”, “lo útil del útil”, “la obra de la obra”, ”el ser del ente”…), no sea capaz de distinguir si el ente que se “desoculta” es el de la cosa representada (los zapatos del cuadro, en su conocido ejemplo) o el de su representación (el cuadro de Van Gogh que representa unos zapatos).
En Heidegger, el arte también es el Arte. Aceptó acríticamente el concepto metafísico que el romanticismo alemán asestó al fenómeno artístico, aunque prefiriera la idea de verdad a las de forma y belleza. Y la de tierra (“en el nacer es la tierra como lo que alberga”) a la de materia. Y así llegó a proclamar la ecuación (identitaria) tierra-pueblo-arte: “El origen de la obra de arte, es decir, a la vez de los creadores y de los con-templadores, es decir, de la existencia histórica de un pueblo, es el arte”.
En cualquier caso, en los siglos XVI y XVII, cuando las artes que hoy llamamos plásticas reclamaron abiertamente el estatuto de las artes llamadas liberales, aquellos dos nombres -ingenio y ciencia, o “industria”, en nuestros clásicos- comprometieron muchas veces lo que hoy aseveramos muy docta, muy científicamente, pero sin fundamento, era lo que hoy llamamos el Arte. La denominación de ciertas instituciones académicas y de una Dirección General del Estado prueba que todavía llamamos Bellas Artes (Beaux Arts) a las suceso-ras de las “boas (buenas) artes”, que decía el fino tratadista portugués Francisco de Holanda; las artes “liberales” o “nobles”, entre las que no siempre estaban la poesía, la escultura, ni la pintura, que a veces era alineada, como arte “mecánica”, junto al arte sartorial. En 1744 Giambattista Vico había sugerido el término “agradables” y, poco después, el de “elegantes” aquel James Harris, conde de Malmesbury, al que cita Marx en el capítulo segundo de El Capital.
Vasari agrupó bajo la advocación del disegno (“padre delle tre arti nostre architettura, scultura e pittura”) a las que hoy llamamos plásticas, visuales o, más brevemente, “arte” y son objeto de las actividades de la aludida Dirección General. La cual -aunque el Estado no lo sepa- debe su nombre sin embargo al abate Charles Batteux, autor, en 1746, de Les Beaux-Arts reduits à un même principe, libro en el que acuñó esa expresión de tan inmediata como prolongada fortuna. Reducción a la analogía ínter artística que, incluida la discriminación de Lessing entre pintura y poesía, delata la tendencia de la Ilustración hacia una idea unitaria del arte. Diderot busca un principio que pueda explicar la unidad de las artes y lo encuentra, como Batteux, en la clásica mímesis. El arte, enseñaba Hegel, debe concebirse como un todo orgánico en sí, como un organismo cuyos diversos elementos forman una unidad sistemática (un “sistema de las artes”) que las vanguardias entenderían en clave de “integración” y hoy de “interdisciplinariedad”.
Término equívoco (que a veces vale como “artes plásticas” o “visuales”), la Ilustración romántica alemana había creado la proposición universal Arte. August Wilhelm von Schlegel (Lecciones sobre Literatura y Arte, 1801): “cada manifestación singular del arte sólo puede señalar un verdadero lugar a través de la relación a la idea de arte, cuyo desarrollo es asunto de la teoría”. El Arte es, pues, lo general que se manifiesta en lo particular artístico. Schelling revela que el Arte es la manifestación más acabada de lo absoluto. Durante un largo periodo de su filosofía, pensó la identidad entre la naturaleza y el espíritu, entre un yo universal y el yo empírico de cada cual. Creyó por ello que cualquiera de nosotros, en virtud de un íntimo y personal principio de naturaleza artística -hoy dirían una “opción” e incluso un “derecho”-, está en condiciones de identificar activa y participativamente la magna obra de arte que es el Universo.
Los derivados Artístico y Artista ya no se relacionan con ingenium (ni con el ingegno renacentista), sino con Estética y Genio, como ya sugería la kantiana Crítica del juicio. La actividad estética, la fuerza creadora, la verdad presente en cada individuo es la base de toda actividad humana y -como hemos visto- se puede llegar a ser un creador, no sólo un artista. Y esta idea nos es cosa del pasado, no feneció con el Romanticismo, pues ha podido abrirse paso hasta nuestros días con la fuerza de una creencia religiosa a través del mundo y la voluntad schopenhauerianos o del “arte de las obras de arte”, la muerte de la tragedia y el arte “para la vida” nietzscheanos. El Arte, en el automatismo surrealista, no es representación sino conexión vital di-recta y automática del individuo con todo. En última instancia, como en Schelling; aunque se apela al des-cubrimiento freudiano del mundo subconsciente y onírico. Y si el Arte se confunde con la Naturaleza fundiéndose con ella como una de sus manifestaciones, cualquiera puede llegar a ser artista de una manera, di-gamos, natural como creía Beuys. En consecuencia, el concepto ilustrado-romántico de “genio” se democratiza en “artista” -puede serlo cualquiera-, pero, a la vez, se sublima en “creador” y se socializa como “emergente”. Hoy es endémico leer convocatorias destinadas a la promoción de “artistas” o “creadores emergentes”…
El romántico arte del arte llevaba ya en su entraña lo tautológico que en el último tramo del siglo XX reclamaría el arte conceptual: “Artista es quien tiene su centro en sí mismo”, diría Friedrich Schlegel. Lo que hoy me hace pensar inevitablemente en J. Kosuth, apóstol del conceptualismo. En aquello de: “El arte es la definición del arte”. O en “el arte como idea, como idea”. Hell, la antiopía de los hermanos Jake y Dinos Chapman, quemada en aquel incendio nada infernal, “es simplemente arte”, como dijo el propio Dinos, tras la catástrofe Saatchi. “Y volveremos a hacer otra”, añadió. Arte puede ser cualquier cosa.
Pero, si todo es Arte, nada lo es. De lo absoluto a la nada no hay más que un paso. Nada más que Arte es una instalación, una performance, una intervención, una escultura de espacio expandido; una producción inmaterial (el bricollage electrónico); el arte como “simulacro” y la simulación de la pintura a lo Schnnabel o, más recientemente, Sussy Gómez; o en el Brit-Art y los premios Turner… Desde el pop-art, momento en el que se deja de hablar de “ismos”, hasta nuestros días se generaliza el uso -en inglés, salvo el caso del italiano arte povera– de apellidar declarativamente cualquier proposición o tendencia con “art”, precedido de un guión: op-art, conceptual-art, minimal-art, body-art, earth-art, land-art, processual-art, mail-art, video-art, net-art, etc.
En el prólogo a las Lecciones sobre la estética de Hegel se puede leer que “el arte es para nosotros, por el lado de su destino, un pasado”. Hay, por lo tanto, quien piensa que se ha consumado un acabamiento (inacabable), una muerte “hegeliana” del arte y lo que vive y prolifera es un sin fin de artes que también han muerto. (Es la opinión de Félix de Azúa; la mía sería la inversa: el Arte vive su apoteosis total. El éxtasis de la -Baudrillard diría- estasis; el pasmo estético. Todo es Arte en trance de muerte y transfiguración, aunque no sea nada y precisamente por eso). Lo que a nuestro punto de vista interesa de aquella proposición hegeliana no es tanto el lado mortuorio del “destino”, como la atribución axiomática de un pasado al concepto de Arte, que nace, sin embargo, -como confiesa Kosuth- muerto. Al fin y al cabo, la ciencia que le corresponde, la Estética, en tanto que “ciencia de lo Bello” -o del arte bello, según Hegel-, también había nacido muerta para la estética kantiana (teoría de las formas a priori de la sensibilidad, en la Crítica de la razón pura), como se declara en la Crítica del juicio.
Yo no creo, como Juan José Lahuerta, o creo que me da lo mismo, que al arte le convenga la amenaza de su muerte; esa amenaza que nos concierne a todos (a todo). Tampoco, como han dicho otros, que a la pintura le haya venido bien “hacerse el muerto”. Es cierto que un “artista” (alguien que practica el Arte tout court, el Arte simplemente) podrá eventualmente pintar, pero ya no será un pintor. Y viceversa, que un pintor que pinta ya no puede (afortunadamente, diría yo) ser un artista que sólo hace Arte. Yo lo vengo diciendo de otra manera: cualquiera, como proponía Beuys, puede ser un artista… Pintor es otra cosa.
En todo caso, está por demostrar que el Arte o anfionía sobreviva sin subvención, como la pintura hoy. El Arte, esa invención hiper-romántica y post-nietzscheana, es algo muy al alcance de las entendederas semicultas de ciertos teóricos, de ciertos periodistas y de ciertos gestores públicos y privados (y, desde luego, de los dichos “artistas”). Desde que Kosuth, hace más de tres décadas, emancipara el Arte del arte de la pintura, mirando hacia Duchamp ¿cómo saber si el Arte sigue vivo, si está muerto o mantenido artificialmente, merced a los cuidados intensivos que le prodigan tantas instituciones públicas y privadas?
Yo creo que merece el beneficio de la eutanasia; desconectarlo, desenchufar y dejar que se vaya mar adentro… Consentirle morir, mejor que no ser ya más que “Institución Arte” (que dice Bürger), dantesco (me refiero a Arthur Danto) convenio del Mundillo… O Arte Simplemente. Y a ver si Dinos Chapman lo volvería a hacer de nuevo.