Existencia sin forma (Tadanori Yamaguchi, 2006)
Tadanori Yamaguchi y la existencia sin forma. La densidad de lo etéreo
Vicente Díez Faixat
La escultura (en el sentido en que nosotros, occidentales, la entendemos) no entró en Japón hasta finales del siglo XIX, cuando algunos artistas (Morie Ogiwara, Kotaro Takamura, Sogan Saito…) descubrieron la obra de Auguste Rodin y viajaron a Europa para imbuirse de la radicalidad revolucionaria (y, muy especialmente, para un japonés) del modernismo. Se sentían fascinados. Poco tenían que ver la masa, la densidad, el peso, la perennidad de la escultura contemporánea, exenta, no meramente ornamental ni religiosa, con la sutileza de lo efímero, la levedad o, incluso, la estética mate y áspera del wabi-sabi. Pero ocurre que los japoneses se redescubren a sí mismos cuando respiran el aire europeo. También Tadanori.
La obra que Tada elaboró en Osaka y en Kyoto ya suponía una fuerte reacción transgresora frente a la tradición. Eran formas elementales, minimalistas y rotundas, simples, sin escala, muy vinculadas a la arquitectura de Tadao Ando, por ejemplo, en que son las sombras y las texturas las que apenas dejan intuir la enorme japonidad contenida.
Tadanori, también. Una vez asentado en España, la densidad de Tadanori va dejando paso a una levedad conceptual, ya no sólo por el contraste asumido de algunas piezas voluntariamente ambiguas en sus contrastes materiales (piedra y papel, granito y luz, mármol y varillas de bambú) sino, sencillamente, en un despegue hacia el aire. Tadanori es libre al fin, se siente él mismo, ya ha experimentado lo extraño y pasa a manifestar sus sentimientos. Ya es capaz de transmitir lo japonés, hacérselo entender a un público que apenas había tenido acceso a los anteriores japonismos estetizantes o a anécdotas formales, meras apariencias, concesiones a la moda.
Su instalación en el Museo Barjola (Gijón, 1999) era la expresión plástica de la congelación de un instante, un instante ya ocurrido y del que sólo era posible ver los signos de algo que ya había sucedido. Más evento que instalación, una bola de acero caía desde la clave de la bóveda del espacio de la capilla, traspasaba rompiendo un papel japonés, humedecido y tensado, para seguir rodando… Signos suficientes para imaginar lo ocurrido.
“Existencia sin forma” supone la culminación de un proceso personal, formalmente más sencillo (en apariencia) pero de una complejidad exquisita. Ya no se trata de congelar un instante sino de transmitir el sentido cíclico de lo efímero, dos ideas que nos son culturalmente muy lejanas. En Japón no se construye para la eternidad, todo es efímero, todo envejece para acabar desapareciendo y dejar paso a una nueva vida. Uno de los monumentos más solemnes y antiguos de Japón, el santuario de Ise, es antiguo, pero no viejo: periódicamente, cada 20 años, se reconstruye fielmente en una parcela contigua, sagrada, siguiendo las directrices clásicas, una y otra vez, desde hace trece siglos, creando una atmósfera sutil que enhebra la historia, en la que la misma importancia tiene la parcela llena que la parcela vacía… donde se siente una existencia aún si forma.
Tadanori construye una bola de papel arrugado con un armazón de finas varillas de bambú. Un proceso tan importante como el resultado que queda plasmado en un video. Una vez terminada, la bola es quemada, lentamente desaparece entre las llamas hasta quedar reducida a un montón de ceniza. Es todo. Algo que ocurre una y otra vez. Imagen del fuego real que consume la bola. Proyección del fuego que la ilumina. Una pantalla blanca. El video es la memoria. Papel, fuego, ceniza. Finalmente, la nada. Para empezar de nuevo el ciclo. La eternidad.
Quizás sería necesario un conocimiento más profundo del budismo, de lo que supone el shinto. Tadanori no se detiene, son ideas naturales de su atmósfera original, no sé pregunta por qué, simplemente las ha vivido con naturalidad. El contraste con nuestros prejuicios culturales es enorme, nosotros que hemos nacido para siempre en un momento concreto de un proceso lineal. Pero Tadanori lo ha captado y ha sabido expresar sin palabras algo que, de otro modo, sería imposible. Sólo puede hacerlo quien lo vive y quien tiene la sensibilidad y la ternura suficientes para decírnoslo.
Recuerdo un momento de la inauguración. La instalación me había fascinado y le sugerí a Tadanori la posibilidad de editar un video de ella, una edición limitada y numerada. Tadanori me miró incrédulo y sonriente: y yo entendí que estaba cayendo en una enorme contradicción: le pedía que perennizase algo que sólo quería ser una manifestación de lo efímero: no tenía sentido llevarlo más allá: dejaría ser una existencia sin forma para convertirse en una forma sin existencia.
Vivimos en un mundo de apariencias en el que nada es lo que pretende ser, un mundo no vacío sino hueco, sin contenido, falso, compulsivamente falso, un mundo de liftings y fachadas que nada revelan, conformismos acríticos, sumisos, cáscaras huecas pintadas con purpurina dorada. Avanzamos por un callejón sin salida… ¿pero realmente sin salida?… Tadanori nos abre una puerta a la esperanza. El acto sencillo de arrugar un papel y quemarlo, realizado en un espacio público, es bello en sí porque no oculta nada, porque refleja lo que es, porque es reflejo de una verdad que es la expresión plástica de la Verdad.
Rodeado de “formas que no existen”, Tadanori nos regala su “existencia sin forma”. Tadanori y (supongo que sin ser consciente de ello) da forma a la antología platónica o, incluso, a las palabras de San Agustín: “la belleza es el resplandor de la verdad”. Porque sólo la Verdad es bella. Y Tadanori sabe transmitir esa Verdad, nos la acerca, la hace fácil, legible, nos encanta con ella. Una sensación que nos emociona.